El siguiente cuento es uno de los varios cuentos que forman parte de una colección de relatos fantásticos y mágicos escritos por los autores Zeta Romero & Mikel López-Dávila en el libro "Cuentos Desadaptados" (libro en el que se desadaptan los cuentos clásicos de nuestra infancia) toma como referencia las ideas originales de aquellas historias llevándolas a un contexto nuevo y más contemporáneo. Esto lo realizaron con la intención de rememorar y homenajear las raíces de aquellas historias que no eran tan infantiles en un inicio y que, desde aquel concepto original, se pretendía educar y moralizar ejemplificando escenas mas sórdidas y lúgubres de la realidad inmediata de aquellos individuos.
LOS TRES REYES VAGOS
(Zeta Romero & Mikel López-Dávila)
Han de saber, mis queridos lectores, que esta historia comienza en una
remota mañana del mes de diciembre, cuando tres buenos amigos, sentados en una
de las envejecidas bancas de la plaza de un pueblo serrano, se estremecían de
ver tanta pobreza en sus vecinos.
—Está próxima la Navidad y me da mucha pena ver a
tantos niños miserables —habló el amigo alto y moreno.
—¿Es que acaso tú no eres carpintero? —preguntó el
otro que era gordito y bajo.
—¿Y tú no mecánico? —añadió el más joven de ellos.
—¡Es cierto! Yo podría fabricar carritos de
juguetes, y tú espadas de madera, cometas o lo que puedas hacer —dijo contento
el hombre gordito dirigiéndose a su amigo moreno—. Y tú eres costurero
—continuó, esta vez sonriendo a su amigo más joven—. Podrías confeccionar muñecas
para las niñas.
Tras esa conversación, los amigos acordaron que
para el día de Navidad realizarían un banquete para todos los vecinos del
pueblo y aprovechando el agasajo, entregarían regalos a cada uno de los niños.
Llegó el día y sucedió tal como lo pronosticaron.
Muy de mañana, los tres amigos, vestidos como los Tres Reyes Magos, colocaron
una larga mesa en el centro de la plaza con diferentes bocadillos, panetones y
chocolates calientes que los vecinos consumían con gran deleite. Además,
dispusieron, a un lado del banquete, un espacio para los sacos de juguetes que
iban acabándose a medida que eran entregados a cada niño formado en una larga fila.
Tan grato les pareció a los amigos la celebración
de aquel día que, llenos de felicidad, decidieron repetirlo el próximo año, sin
sospechar que terminaría por convertirse en una tradición.
Así sucedió año tras año. Los tres amigos habían
alcanzado fama de hombres generosos, y a raíz de ello los pobladores los
apreciaban mucho.
Pero llegó el día en que, siendo bastante adultos y
ya hombres de familia, decidieron inculcar la tradición a sus jóvenes hijos,
quienes, al igual que ellos, forjaron una buena amistad.
Sin embargo, los hijos de estos buenos hombres no habían
heredado el mismo sentimiento de apremio generoso que el de sus padres. Por el
contrario, solían juntarse por las tardes para beber y fumar en la plaza o para
visitar clubs nocturnos. Muchas veces eran vistos armando trifulcas o
molestando a las chicas del pueblo.
Por tal motivo, los buenos tres amigos, pensando en
que era necesario corregir a sus hijos, decidieron enlistarlos en el ejército.
Tenían como creencia que la rigidez de una vida militar podría convertirlos en
hombres de bien para su comunidad. Y así, los muchachos fueron internados en un
cuartel donde pasaron muchos años antes de que regresaran a su tierra
convertidos en individuos muy diferentes a los que alguna vez fueron. Se les
veía amables y complacientes.
Sus padres, ahora ancianos, se pusieron muy
contentos cuando los vieron volver. Es por eso que, en honor a ellos, hicieron
un gran banquete.
—Deseamos mucho que puedan continuar nuestra
tradición —comentó en medio de la comida, el anciano alto y moreno.
—Para nosotros es muy importante que puedan dar
alegría a tantos niños que lo necesitan. Acá la gente es muy pobre —continuó el
menor de los ancianos.
Un prolongado silencio discurrió sobre la mesa.
—Lo haremos —dijo finalmente el hijo del anciano
gordito.
—No sabes lo contento que eso nos pone, hijo
—intervino su padre.
—¿Todos ustedes recuerdan el oficio que alguna vez
les obligamos a aprender? —preguntó el anciano alto y moreno.
—Lo sabemos, papá —respondió su hijo—. En la
escuela militar no solo nos violentan física y psicológicamente —rio— también
nos enseñan oficios manuales.
—Estamos muy agradecidos de eso —dijo el anciano
gordito antes de meterse un bocado de comida.
—Lo haremos, pero no queremos que nos molesten
mientras trabajamos en nuestros regalos —volvió a hablar el hijo del anciano
gordito.
—Pero falta poco para la Navidad —comentó el menor
de los ancianos.
—Sí, papá, pero será suficiente una semana. Por eso
no queremos que nos molesten mientras trabajamos en el taller. Las puertas
estarán cerradas y solo serán abiertas por nosotros —respondió su hijo.
—Cumpliremos con eso, ¿verdad? —el menor de los
ancianos miró a sus amigos que al instante asintieron con un gesto.
—Verán que nuestros regalos les darán verdadera
felicidad a los niños. Por eso, papá, no tendrán que preocuparse más por ellos
—sonrió cariñosamente el hijo del anciano alto y moreno.
Cuando llegó el día de Navidad, los padres se
hallaban a las afueras del taller ansiosos por ver a sus hijos salir de entre
esas grandes puertas metálicas que, durante años fueron testigos de tanta
tradición. Estuvieron ahí, a la espera, emocionados, hasta que escucharon el
chirrido de las puertas abrirse. Del
taller salieron los tres jóvenes vestidos con sus trajes militares y sobre
ellos, los atuendos de Los Tres Reyes Magos de sus padres. Así los vieron
alejándose rumbo a la plaza mientras cada uno cargaba consigo un gran saco con
objetos que parecían tener un tremendo peso.
Una vez en el lugar, ante el tumulto de niños
ansiosos por recibir sus regalos, los nuevos Reyes Magos dejaron caer sus
sacos, que sonaron estridentemente al golpear el suelo. De ellos sacaron
grandes instrumentos metálicos con los que empezaron a disparar a diestra y
siniestra a todos los que se encontraban ahí. Niños pequeños y grandes, adultos
y ancianos caían muertos al suelo.
Así continuaron por largos minutos; llenando la
plaza de gritos, sangre y terror, los cuales cesaron cuando comprobaron que
todos los niños yacían muertos.
Fue entonces cuando los nuevos Reyes Magos,
suspirando al cielo, sonrieron aliviados de saber que nunca más continuarían
con aquella tradición navideña que tanto odiaban.
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